Hace días que no duermo. Hace días que me duele
la cabeza y el alma. Cada mañana, cuando me levanto después de haber dado mil
vueltas en la cama, parece que todo va en cámara lenta.
Antes tenía una rutina, ahora ya no puedo
sostenerla. Desde que pasó eso en la plaza ya nada está tranquilo, ya no tengo;
no tenemos paz.
Ahora sólo me ocupo de que ella esté bien.
Necesito verla dormir, necesito ver que se hidrata, vigilar que coma, que se
bañe e incluso me animo a intentar hacerla sonreír. Aunque no lo consigo y eso
me frustra. Tengo unas ganas locas de abrazarla fuerte, de cobijarla entre mis
brazos y cantarle como lo hacía cuando era chiquita, como cuando sus manos se
perdían entre las mías. Quiero agarrarla y meterla dentro mío, meterla dentro
de mi vientre para que nadie le haga daño. Pero no puedo y eso me desespera
más, y más. En cambio, lo único que hago es plantarme en la puerta de casa como
un patova para defender a mi nena, para defenderla de los agravios y de la
violencia. De ese mismo tipo de violencia que se generó en la plaza. No, tal
vez no de la misma, pero sí de una muy parecida.
Procuro, cada día, que ella no se acerque a la
computadora, que no entre en sus redes sociales. Ya le confisqué el celular
para que no vea todo lo que esos energúmenos le dicen a mi hija. Sin embargo, a
veces no puedo detenerla y ella ve, porque además lo percibe, huele en el aire
lo que sucede, siente lo denso que es el ambiente y además escucha los gritos y
las amenazas que llegan por la ventana.
Ya le dije que tiene que cerrar su perfil pero no
sé si eso va ayudar en algo. Quiero decirle que todo va a estar bien, que todo
se va a resolver pero no estoy tan segura de eso todavía. Tengo miedo, tengo
mucho miedo de que a ella le pase algo. Y de que yo no esté ahí para cuidarla.
Es un desastre. Todo es un desastre desde que
pasó eso en la plaza. Ella no estaba ahí, ella no es la culpable. Y desde ese
día hay alguien que sufre. Todos sufrimos porque desde ese mediodía no tenemos
paz.
Un pibe lucha por su vida y la mía por recuperar
la suya. Él está en el hospital y ella está encerrada como si ella hubiese sido
responsable de que un par de chicos le destrozaran la cara. Y todo porque ese
par de pibes no saben arreglar las cosas hablando. Y todo porque acusan a mi
hija. A ella la juzgan y la condenan sin tener idea de lo que pasó, y ella sólo
quiere saber cómo está su amor. Y ahí tampoco puedo ayudarla porque esa madre,
esa mujer repleta de dolor -a la que no pienso criticar-, la madre de ese pibe
que se aferra a la vida le dijo asesina a mi hija.
Ella sólo quiere recuperar su rutina, ir a su
escuela como aquel último día que pudo dar su presente. Como ese mediodía en el
que se aburrió en su clase de matemáticas mientras a su amor, que hacía unos
días la había dejado, le pegaban hasta mandarlo al hospital.
Ella no estaba filmando la golpiza, ella estaba
en su escuela, haciendo lo que hacen los adolescentes ahí: aprendiendo,
aburriéndose, disfrutando con sus amigas e incluso llorando en los recreos por
ese novio que ya no la quería... ella estaba viviendo una vida tranquila.
Desde ese día, desde que pasó eso en la plaza
ella no puede hacer eso. Desde ese día su vida cambió, ella no puede caminar
por la calle, ella no puede ir a bailar, no puede tener celular, ella no puede
mirar sus redes, ella no puede dormir tranquila. Ella está encerrada, al igual
que ese golpeador que ya está preso. Ella no puede tener paz y nosotros
tampoco.