sábado, 12 de marzo de 2016

El Bingo del tío.

Nací en el seno de una familia extraña. Seguramente, en estos momentos, estarán pensando que ustedes también nacieron en una de ésas y puede que sea cierto… Pero ninguna otra, al menos que conozca hasta ahora, tiene un tío millonario dueño de un bingo.
Pasé parte de mi infancia dentro de aquel edificio que anteriormente había sido un teatro. Teatro en el que, según cuenta la historia popular y cultural de San Fernando, Prov. de Buenos Aires, había cantado Gardel.
Algunas tardes, nos llevaban a mis primos y a mí a aquel lugar inmenso; repleto de mesas, sillas y lugares oscuros perfectos para jugar a la escondida. Había, también, una barra de madera altísima para mi altura (Sí, siempre fui petisa y claramente todo era demasiado grande para mí) que era parte del bar y en donde pretendíamos ser mozos, aprovechando las bandejas de acero inoxidable. Armábamos tanto quilombo con la máquina de café que siempre terminábamos con la ropa manchada y con algún castigo a cuestas.
La binguera era prácticamente mágica para la niña de seis años que era. Aquel aparato, movía bolas a una velocidad inconcebible y las mostraba en televisores 29 pulgadas. Tecnología totalmente desconocida por el común de la gente. Corría el año 88´ y creo que Papá aún estaba pagando el Grundig Super Color serie 16 F18 en cuotas. Es decir, los pobres como nosotros solo veíamos televisores grandes en las vidrieras de los negocios de venta de artículos para el hogar.
Siguiendo con mis recuerdos del “Bingo del tío”, se me viene a la memoria un día en donde mi viejo nos llevó a una de las zonas que aún no estaban modificadas. Subimos una escalera de madera bastante destruida -creo que todavía la escucho crujir en mi cabeza- y llegamos, mis primos y yo, a un palco del viejo teatro. Faltaban un par de tablas en el piso. Papá nos dijo que tuviéramos cuidado porque nos podíamos caer y, si eso pasaba, podíamos llegar a tener varios golpes en la cabeza pero no por la caída... Sino de los que él nos iba a dar. Sobre todo si le contábamos a nuestras Mamás que nos había llevado hasta allá. Para mí, todas eran aventuras en aquel espacio. Más allá del miedo que sentía a veces, en los antiguos camarines devenidos en vestuarios, por aquel fantasma que decían que había.
El tiempo pasó y el negocio del tío… Avanzó. El juego empezó a crecer en Argentina y con él la cantidad de gente que creía que se iba a salvar con ese entretenimiento. Llegaron las máquinas slots a San Fernando, ésas que todo el mundo conoce como “Maquinitas”. Los grupos de Ludópatas eran cada vez más. Intentaban ayudarse unos a otros pero abandonaban las reuniones y enseguida se los volvía a ver por allí.
Yo lo veía todo a través de los vidrios que daban a la sala. Todavía era menor de edad y no podía estar en el mismo espacio que los clientes cuando el lugar estaba abierto.
Mientras tanto, mi casa se desmoronaba. Papá y Mamá se separaban. Yo pasé a tener dos casas. Al principio, todo fue simpático. Mamá destrozaba la tarjeta de crédito de Papá y yo disfrutaba de los beneficios. Salía cuándo quería sin avisarle a ninguno de los dos, acto creía “de gran rebeldía”. Total, después decía que le había avisado al otro y no pasaba nada. Así fue que conseguí mi primer celular para informar, en todo momento, mis movimientos.
A mi viejo lo ascendieron en el Bingo a Supervisor de Sala de Slots y mi vieja empezó a trabajar, de noche, todos los días en el mismo lugar. Ellos se cruzaban, alguna vez garchaban y a mí me rompían las pelotas. Amenazaban con volver una semana y a la siguiente se odiaban otra vez.  Hasta que me harté y les pedí que dejaran de contarme cómo iban.
Los días iban avanzando, sin darme cuenta, ya tenía 18 años. Yo trabajaba dando clases de gimnasia y de danzas. Algunos mediodías, me iba a almorzar con Papá mientras él trabajaba. Así conocí a casi todos los empleados del turno tarde. Algunos de ellos, unos años más tarde, iban a ser mis compañeros. Porque sí, debo admitir que me resistí. Yo no quería formar parte de “La Empresa”. No quería ser un familiar más dentro del negocio pero lo que sí quería… Era estudiar y para eso necesitaba algo de plata. Plata para mis clases de danza que claramente, con mis horas como instructora, no podía pagar. Así que, a mis veintiún tiernos años entré a trabajar allí. De 9 a 13 para que el resto del día me quede libre y así tomar cuanta clase nueva existiera.
Cuando hablé de mi años los califiqué como tiernos y sí, así eran. A esa altura de la vida, todavía era bastante ingenua y creía, mucho más que ahora, en la gente.
Días después, esa idea iba a empezar a cambiar. Conocí realmente a esos clientes de los que se quejaban las empleadas de Papá que, ahora también, eran compañeras mías. Esos clientes eran lo peor de lo peor. Ancianos decrépitos y gastados que, si podían, te cagaban plata para después perderla en las maquinolas o en la ruleta electrónica. Obviamente, la plata que me faltaba… la tenía que poner yo, de mi bolsillo.
También venían esas mujeres amables y simpáticas, que siempre estaban coquetas, que a mí me parecían geniales hasta que me enteré que se prostituían. No es que me dejaran de parecer buena gente, pero debo admitir que empecé a tenerles un poco de pena.
Otros especímenes raros eran esos treintañeros que, en vez de estar laburando al mediodía, estaban ahí chupando cerveza e invitándote a salir. Y cuando encima les decías que no... Se ofendían y te trataban mal.
El tío decía que había que tratarlos bien porque: “Gracias a ellos… Nosotros comíamos”. Era claro que él no soportaba los “piropos”, ni las asquerosidades que ellos nos decían.
Era evidente, el mundo no era tan maravilloso como creía y mi laburo diario me lo demostraba a cada momento.
Comencé a hacer analogías entre la “realidad del país” y lo que sucedía allí dentro. Y así, mi inocencia se fue diluyendo... Como el dinero de aquellos clientes.
Por suerte, había otros clientes que eran agradables.
Mientras tanto, seguía almorzando… Cerca de esa binguera que me había sorprendido tanto de chica. Cerca de ese artefacto que ya no tenía nada de mágico pero que siempre recuerdo. Aunque ya no con tanta nostalgia.
Un día de esos en los que me levantaba tarde porque estaba de franco, prendí la tele. Sin querer, pasé por Crónica TV y allí estaba la binguera. Manchada de sangre con la imagen de un cuerpo inerte debajo. Jamás voy a poder olvidar esa pantalla, nunca se me va a ir esa sensación.
Un tipo cualquiera, uno de esos tantos clientes que teníamos, había entrado por una puerta de emergencia ya cuando el Bingo estaba cerrando, pero como el Gerente y la Supervisora lo conocían, lo dejaron entrar. Él ingresó con un arma en una de sus manos y un bidón de nafta en la otra. Roció la binguera, al gerente y a la supervisora con aquel líquido. Dijo que “Por el bingo lo había perdido todo” y se pegó un tiro en la sien.
Mi vieja había sido testigo de ello. Esa tarde me lo contó llorando. Recién allí… Entendí lo que significaba el juego para una persona. Recién allí, comprendí de lo que era capaz alguien desesperado.
Ya no me gustó tanto la binguera, ni el “Bingo del tío”.

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