sábado, 26 de marzo de 2016

El día en dejé de ser Romina.

Un día iba vestida tranqui, como siempre. Nada de pollerita corta, ni de tacos altos. Nada que pareciera provocador porque sino me gritan boludeces. Sí, en eso también estaba ganando el Patriarcado. Había conseguido que yo y un montón de pibas de mi generación, cambiáramos la forma de vestir para que no nos violen.
Un día iba pateando sola al costado del camino. Por ahí, cerca del pueblo.
Un día pegué un grito. Los que me oyeron dicen que fue desgarrador.
Un día un par de tipos se bajaron de un Duna, me tomaron de cuello y de las muñecas. Me inmovilizaron y me golpearon el estómago. Aún así -con dolor- traté de resistirme, pero no pude hacer nada. No conseguí soltar esas cadenas que me querían apresar.
Un día me subieron a ese auto y ya no volví a patear. Ya no pude patalear. Ya no me pude quejar.
Un día ese auto salió a los tumbos y ese día fue el último que me vieron viva.
Ese día... Fue el último en que me llamaron Romina.
Desde ese día tengo mil nombres: Lulú, Giselle, Samantha o Natasha.
Desde ese día vivo encerrada en una pieza. Porque sí, esto es una pieza. No un cuarto. Un cuarto era el que tenía en casa. El que tenía mi ropa, mis apuntes, mis cajones, mi cama, mis cosas y mi vida. Acá, en la pieza, ya no la tengo.
Ahora soy una víctima, una víctima que labura. Una víctima que no puede salir de acá.
De vez en cuando, algún cliente se apiada y me trata bien. De vez en cuando, no me siento tan infeliz.
A veces, cuando me hago la loca y me quiero escapar... alguna raya me empiezan a dar. Pero a mí, no me va porque esa mierda te puede matar. Aunque no sé para qué quiero seguir si esto ya no se puede llamar vivir.
La próxima vez que venga El Oso, le voy a decir que me dé más... tal vez así me pueda rajar.

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